La rebelión de los condes de Lara

29.09.2012 19:16

 

  Burgos era en el siglo XII la cabeza indiscutible de Castilla, su ciudad más importante y una de las más antiguas: había sido fundada o repoblada tres siglos antes por el conde Diego Porcelos; bien es verdad que por orden del rey de León Alfonso III. En ella tuvieron su corte los principales condes castellanos, descendientes de Fernan González, hasta que en el siglo XI se convirtió en la capital de un nuevo reino, bajo la dinastía navarra de Fernando I. Por entonces nació, no lejos de allí, el famoso Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y por ella tuvo que pasar, años después, camino de su destierro, perseguido por la saña del rey Alfonso VI.
     Los burgaleses eran, y aún son, como todos los castellanos viejos, gente seria y reservada, reflexiva pero valiente y, sobre todo, nobles. Algunos les atribuyen también la cortesía y la sencillez, no exenta de ingenuidad. La prosperidad de la ciudad estuvo unida a la colonización de su tierra, donde aldeas y monasterios fueron surgiendo a orillas de los ríos, afluentes o subafluentes del Ebro o del Duero. Junto al Arlanza, con lugares de leyenda, se encontraba la tierra de Lara, cuna de ricos-hombres y poderosos linajes.
     Gonzalo Núñez fue el fundador de uno de estos linajes, el más famoso e importante de Castilla. Sus descendientes, conocidos precisamente como los Lara, extendieron su dominio a otras muchas comarcas castellanas, desde las zonas montañosas de Cantrabria hasta más allá del Duero. Los hijos de don Gonzalo, Pedro y Rodrigo, protagonistas de nuestro relato, acrecentaron y consolidaron el poder que habían heredado de su padre, y a pesar de su alborotada vida, que acabó por llevarles al exilio, también sus propios hijos, sobre todo los de don Pedro, consiguieron encaramarse en una posición de preeminencia entre la nobleza castellano-leonesa.
     En el camino de su encumbramiento estos señores de Lara, como el resto de los linajes nobiliarios, buscaron y utilizaron el servicio y la privanza de los reyes. Algunos de forma descarada, como don Pedro González de Lara, que no tuvo que esforzarse demasiado para conseguir el favor de la reina doña Urraca, de la que fue amante y consejero durante bastantes años; llegando al parecer a tener un hijo juntos.
     Sea como fuere, el dicho don Pedro, que además era conde, aprovecho bien la ocasión para reforzar su posición y la de su familia en Castilla. Procuró, en primer lugar, alejar a la reina de otras influencias molestas; bien fuese de nobles leoneses o, incluso, castellanos. Es de imaginar su satisfacción, por ejemplo, al producirse la muerte del conde Gomez González en Camdespina, a quien el mismo había abandonado en pleno campo de batalla, para reunirse en Burgos con doña Urraca.
     Otros tuvieron que alejarse, de grado o por fuerza, de la corte y se acogieron al partido del heredero de doña Urraca, Alfonso Raimúndez.
     No faltó, sin embargo, quien intentó cortar, pronto y por lo sano, la excesiva y escandalosa familiaridad entre la soberana y su nuevo valido. El primero, don Gutierre Fernández de Castro, que llegó a apresar y encerrar en el castillo de Mansilla a don Pedro de Lara, contando para eso con la ayuda de otro joven noble castellano, Rodrigo Gómez de Manzanedo.
     No es de extrañar que Castros y Manzanedos, se unieran desde el principio para neutralizar el poder de los Lara, cuando estaba en juego el porvenir de sus respectivas familias en Castilla. Pero, unos y otros, tuvieron que esperar mejores momentos, pues la ira y el dolor de la reina les obligó a liberar muy pronto a don Pedro.
     Salvados estos obstáculos, los de Lara tuvieron todavía algunos años para aprovechar su ascendiente sobre doña Urraca; prácticamente hasta que la soberana murió en marzo de 1126. Se dedicaron a colocar a sus hombres en puntos estratégicos de la monarquía, y no dudaron en buscar aliados fuera de ella, incluido el rey Alfonso de Aragón, el antiguo marido de doña Urraca.
     A los ojos de sus enemigos, estos éxitos de los Lara, eran pura y simple traición, un continuo abuso de poder y una alianza con un antiguo usurpador del trono de León, que seguía ocupando, además, parte del territorio castellano. De todas formas, hubo quien se unió a este clamor unánime de repulsa y condena de la actitud de los Lara, sin demasiado pudor, pues su problema era el haber sido desplazado por ellos del favor de la reina y del rey de Aragón.
     Fue sin duda este el caso del conde Suário Bermúdez, uno de los personajes más nobles, por lo menos de cuna, del reino de León  y casado con una bella matrona castellana, doña Enerquina Gutiérrez, cuyas posesiones en la Bureba y en Asturias de Santillana, ponían a su marido en competición directa con los Lara, señores naturales de aquella tierra.
     Al final, las tensiones acumuladas entre unos y otros se dieron cita en el momento de la muerte de la reina doña Urraca. Un joven monarca, fruto de su primer matrimonio con don Raimundo de Borgoña, llegó a León para sustituirla en el trono. Apenas contaba con el apoyo y el afecto de algunos eclesiásticos, mientras que bienes confiscados al monasterio de Sahagún le sirvieron para pagar a los pocos milites, o sea soldados, con que contaba.
     Entre los nobles poderosos, los ricos-hombres, la actitud fue al principio expectante. De sus movimientos en aquellos momentos dependía en buena mediada su porvenir y el de su familia. Los Lara, en particular el conde don Pedro González, se encontraban en una posición delicada, como amante saliente de la reina difunta, frente al apoyo que muchos otros habían prestado a su sucesor y heredero.
     En esta ocasión, el más rápido y decidido fue el conde Suario Bermúdez, que se acercó hasta León con toda su extensa y noble parentela, para asistir a la coronación del joven monarca y rendirle pleitesía. También para prestarle apoyo armado, pues era de prever que no todos recibieran con igual complacencia los cambios políticos que se avecinaban.
     En realidad, lo que ocurrió es que la ventaja inicial alcanzada por don Suario en la corte, puso en clara prevención a los Lara, a quienes se consideró en seguida rebeldes; posiblemente gracias a los malos informes y buenos oficios de sus peores enemigos cerca del nuevo monarca, comenzando por su puesto por el mismo don Suario.
     Cuando los tenentes de las torres de León se resistieron a entregarlas, se dijo que lo hacían porque defendían la facción de los Lara; lo que demostraba la falta de adhesión de estos hacia el rey Alfonso VII. En realidad, lo que ocurría era que don Suario Bermúdez quería recuperar esa tenencia para uno de los suyos, llamado Pedro Braoliz, al tiempo que lanzaba graves sospechas contra sus competidores y enemigos.
     Las torres se tomaron al asalto, a gusto del Bermúdez, a pesar de que el rey Alfonso intentó resolver el asunto por medios pacíficos. Al monarca no debió gustarle nada el aspecto que tomaban las querellas nobiliarias, justo en el momento del inicio de su reinado. Por eso, a pesar de las pésimas referencias que de ellos le llegaban, decidió no cerrar sus puertas a los de Lara, hasta el punto de que acabó por ofrecerles un puesto de preeminencia en su séquito, incluso por encima del conde don Suario.
     Es fácil imaginar la indignación y la sorpresa de este último quien, después de esperar años, volvía a ver a sus famosos enemigos encumbrados por el favor real. Pero la sorpresa no debió ser sólo para don Suario, pues muchos otros tenían a los de Lara por los mayores trapaceros y enemigos de la monarquía.
     El rey Alfonso no dejó de notar el descontento que su actitud acogedora hacia don Pedro de Lara, el antiguo valido de su madre, provocaba entre los de su séquito. Aún así, perseveró en su confianza hacia los castellanos, pues le iban en esto algunas cuestiones importante. Entre ellas, recuperar para su corona la ciudad y la tierra burgalesa, todavía en manos del rey de Aragón, que las había retenido tras repudiar a la reina doña Urraca.
     De hecho, fuera o no por los buenos oficios del conde don Pedro y de su hermano Rodrigo, el caso es que, un año después de su coronación, el rey pudo entrar en Burgos, Saldaña, Cea, Carrión y otras villas y valles castellanos. Además, perdonó las tropelías y daños cometidos en tiempos pasador por los habitantes de aquellos lugares. Gentes temibles, que habían llevado a cabo matanzas de judíos, asaltos a palacios y casas reales, apropiaciones indebidas, incendios y depredaciones.
     Tener aquellas comarcas pacificadas debió de parecer a Alfonso VII suficiente pago a su benignidad con los de Lara y sus secuaces. Es más, el gobierno de la ciudad de Burgos se entregó al conde Beltrán, cuñado de don Pedro González, que reforzaba así todavía más su posición de preeminencia, por lo menos en Castilla.
     El problema era saber hasta donde iba a poder llegar el joven e inexperto monarca, de la mano de aquellos ambiciosos magnates castellanos. Muchos pensaron que no muy lejos, y los acontecimientos posteriores parecieron darles la razón.
     La recuperación de Burgos no había sido más que el inicio de un nuevo avance leonés en Castilla, o por lo menos eso pensaba Alfonso VII. Así se lo explicó a todos sus vasallos de León, Galicia, Asturias y la propia Castilla convocados al efecto. El hijo de doña Urraca no se conformaba ya con el título de rey, sino que como algunos de sus antecesores se hacía llamar además emperador.
     Ni una cosa ni otra debió gustar demasiado a sus aliados de ocasión, entre ellos por supuesto a los de Lara, a quienes no convenía un rey demasiado poderoso. El caso es que, para estos últimos, pareció llegado el momento de fijar el límite de su colaboración con la realeza: don Pedro González, con su hermano don Rodrigo y su cuñado don Beltrán, se negaron a seguir luchando en Castilla contra el rey de Aragón.
     Eso era tanto como declararse en rebeldía, y si formalmente no lo era, sus enemigos y detractores pudieron ahora convencer al rey  de que el tiempo les había venido a dar a razón: los Lara eran unos traidores, aliados de los peores enemigos de la monarquía. Y por si eso fuera poco, su actitud no dejaba de fomentar el espíritu de violencia y rebeldía entre otros muchos magnates castellano-leoneses.
     Desde luego, lo que nadie pudo evitar ya fueron los conflictos y las tropelías entre los distintos bandos. Contra los de Lara, Alfonso VII envió a los leoneses Rodrigo Martínez y a su hermano Osorio, terminando por tener que acudir personalmente para someterlos. Las tropas en conflicto se comportaban con ferocidad con los que eran capturados, unciéndoles a yugos como si fueran bueyes, haciéndoles comer y beber donde las bestias o despojándolos de todos sus bienes.
     Don Pedro González de Lara, con su cuñado don Beltrán, cayó preso pronto, siendo desposeído de todos sus bienes y desterrado. Continuó la resistencia don Rodrigo González, el conde de Asturias de Santillana, junto con otros rebeldes como Pedro Díaz de Valle y Pelayo Froílaz. Pero el duro castigo que el monarca y los suyos realizaron sobre sus territorios, permitió al cabo conseguir también su rendición.
     Perdidos sus honores, la suerte de los Lara fue diversa. Don Pedro González, amante de una reina, no pudo tolerar la derrota y marchó al reino de Aragón, dispuesto a continuar desde allí la guerra contra su antiguo señor natural, el rey de León. En busca del monarca aragonés llegó hasta Bayona, plaza fuerte que este último tenía entonces en disputa con el conde de Tolosa, Alfonso Jordán, una especie de primo y aliado de Alfonso VII. Don Pedro salía de una guerra para meterse en otra, ¡y de que manera!, pues lleno se saña como llegaba, no dudó en retar a duelo singular al conde tolosano.
     Don Alfonso Jordán era un guerrero consumado, nacido nada menos que en Tierra Santa, mientras sus padres participaban en la primera Cruzada; por eso, además, era conocido como Jordán, el río con cuyas aguas fue bautizado. El caso es que aceptó el duelo, y se preparó cerca de Bayona el lugar para su celebración: los contendientes acudieron con sus caballos, armas y escuderos, y a la señal convenida arremetieron uno contra otro como dos auténticos leonés. El de Lara, don Pedro, llevó la peor parte y fue herido de muerte por el hasta de su contrincante; mientras que al parecer don Alfonso salió ileso.
     Muerte tan trágica no pudo alegrar a nadie, y menos al hermano de don Pedro, don Rodrigo González. También él había perdido sus honores y sus tierras de Asturias de Santillana; pero en su caso, la derrota no supuso la ruptura definitiva con el rey de León: permaneció en Castilla, donde incluso se le encomendó la alcaldía de Toledo. Desde allí luchó durante años contra los invasores norteafricanos de la Península, dirigió expediciones hasta el corazón mismo de Al-Andalus y protegió con su gobierno la antigua capital del reino visigodo.
     Es posible que el trágico fin de su hermano don Pedro, en pleno destierro, contribuyera a su decisión de emprender un largo viaje de peregrinación, nada menos que hasta Jerusalén. Allí murió, pensando en todo lo que había dejado detrás, aunque en su caso sin saña.
 
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